Mi trabajo es muy estresante. En la oficina me han recomendado que despeje la cabeza tras terminar mi jornada laboral. Muchos me han hablado de ir al gimnasio, pero no lo tengo muy claro. Eso de mirar de reojo como sudan otras personas no me acaba de convencer. He deshojado la margarita y el gimnasio se ha quedado fuera. Estoy entre el yoga y la cocina.
En mi barrio, la asociación de vecinos se ha puesto las pilas y, teniendo en cuenta el incremento de habitantes de los últimos años, puso en marcha un nuevo programa de actividades bastante interesante. Entre ellas hay mucho pilates y zumba, que no me interesa demasiado. Me llama más la cocina, porque no tengo ni idea de cocinar…
Así que este primer mes me he decidido por el curso de cocina. Me esperaba mucho menos interés por parte de la gente, pero estábamos a tope el primer día. También me sorprendieron las instalaciones. Obviamente, para impartir adecuadamente un curso de este tipo, es necesario tener una cocina y en la asociación se lo han trabajado a tope.
El primer día, la profesora se dedicó a conocernos un poco mejor. Se trataba de hacer grupo, conocer nuestros intereses y conocimientos para ponernos manos a la obra. La mayoría del grupo estaba como yo, un poco pez, así que empezamos con cosas muy básicas. El primer día nos enseñó a hacer una crema de cocina para combinar con un plato de pasta. Nada del otro mundo, pero se trataba de soltarnos un poco.
Estas primeras semanas me han servido, como recomendaron en la oficina, para pensar en otras cosas y dejar el trabajo durante unas horas. El curso de cocina me obliga a estar centrado para que las recetas salgan medianamente bien y no haga el ridículo ante los compañeros… Aunque el primer día la crema de cocina salió bastante bien, a medida que avanzamos las cosas se han ido complicando un poco así que he de esmerarme.
De momento, por lo tanto, he decidido dejar el yoga para más adelante. Cuando sepa preparar un suflé, empezaré a meditar… no antes.